2/17/2009

93/ Juan Negrín


El 12 de noviembre de 1956, mañana hará cincuenta años, un exiliado republicano español fallecía en su domicilio de París de una grave dolencia cardiaca que le aquejaba desde hacía un decenio. Su entierro tuvo lugar dos días después en el cementerio de Père Lachaise, en el más estricto anonimato, por decisión expresa del fallecido. Su tumba fue cubierta por una losa de granito oscuro en la que no figuraba su nombre sino sólo sus iniciales: J. N. L.

Don Juan Negrín López (Las Palmas, 1892-París, 1956) había sido un eminente médico fisiólogo formado en Alemania que ocupó la Cátedra de Fisiología de la Universidad de Madrid y se convirtió en el maestro de una escuela de investigadores en su disciplina de prestigio internacional (con Severo Ochoa o Francisco Grande Covián como alumnos más destacados). También había sido un hombre comprometido con su tiempo, prototipo del intelectual español culto y europeizado, que abrigó desde muy pronto convicciones ideológicas democráticas, republicanas y socialistas. Esa triple inclinación le llevó a abandonar su brillante carrera como investigador científico para ostentar crecientes responsabilidades políticas durante los años de la Segunda República (1931-1936) y en el trágico trienio de la Guerra Civil española (1936-1939). Primeramente se reveló como un activo diputado socialista durante las tres legislaturas del quinquenio democrático republicano (representando a Las Palmas, Madrid y Las Palmas en cada ocasión). Ya iniciada la contienda fratricida en julio de 1936, destacó como eficaz titular del Ministerio de Hacienda en el Gobierno del Frente Popular presidido por Francisco Largo Caballero (septiembre de 1936-mayo de 1937). A continuación, alcanzó la cumbre de su carrera política en calidad de enérgico presidente del Gobierno republicano durante el resto de la contienda (mayo de 1937-marzo de 1939). Y, finalmente, retuvo contra viento y marea esa condición presidencial en las amargas circunstancias del exilio en los años de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Gravemente enfermo y retirado de la política, pasó el resto de su vida en París hasta su prematuro fallecimiento a los 64 años de edad.

Como último presidente constitucional del Gobierno de la República en plena contienda civil, el doctor Negrín se convirtió en el máximo antagonista del general Franco y llegó a personificar el espíritu de resistencia republicano con tanto fervor e intensidad como el Caudillo llegó a representar al enemigo vencedor. Porque, dicho sin rodeos, los dos bandos contendientes quedaron encarnados bajo la forma de sus respectivos máximos mandatarios: un médico frente a un militar. Un dúo de antagonistas, además, que reflejaba notables peculiaridades. Tanto Negrín como Franco habían nacido en 1892 (el primero en febrero, el otro en diciembre), ambos portaban consigo la aureola de un prestigio profesional fuera de toda duda (el uno en la ciencia, el otro en las armas), ambos personificaban las dos grandes corrientes ideológicas en pugna por la hegemonía dentro de España (la modernización europeizante y democratizadora frente a la introspección nacionalista y reaccionaria) y ambos suscitarían, en mayor o menor medida, el entusiasmo de sus partidarios y el odio acérrimo de sus enemigos.

Sin embargo, a pesar de ese protagonismo indiscutible, la figura histórica del doctor Negrín cayó muy pronto en el olvido y el silencio, tanto como resultado de la abrumadora derrota cosechada por su Gobierno en la guerra como por efecto de las amargas divisiones que fracturaron al propio bando republicano durante el conflicto y en el exilio. Mientras que la animadversión franquista hacia Negrín resulta plenamente comprensible (fue el culpable de "retrasar" la victoria total y "alargar inútilmente" la lucha), la hostilidad de amplios sectores republicanos resulta más difícil de explicar.

Tras asumir la jefatura del Gobierno republicano, Negrín puso en marcha una estrategia de resistencia política y militar defensiva vertebrada sobre dos expectativas de horizonte alternativas. En el mejor de los casos, había que resistir el avance enemigo hasta que estallase en Europa el inevitable conflicto entre las democracias occidentales y el Eje ítalo-germano, sumándose entonces a la entente franco-británica y obligando a ambas potencias a acudir en ayuda de la causa republicana. En el peor de los casos, si ese conflicto continental no llegaba a estallar, había que resistir para conservar una posición de fuerza disuasoria que pudiera arrancar al enemigo las mejores condiciones posibles en la negociación de los términos de rendición. En ambas contingencias, la estrategia formulada implicaba dos exigencias correlativas. En el plano exterior, presuponía la conservación intacta del único y vital apoyo militar, financiero y diplomático disponible para la República: el de la Unión Soviética. En el plano interno, imponía la colaboración con el PCE y su integración como pilar inexcusable del Estado republicano habida cuenta de su disciplina y fortaleza y, sobre todo, en vista del contraste ofrecido por la persistente división socialista, el desconcierto anarquista y el letargo de los partidos republicanos burgueses.

Sin embargo, el acierto general de esa estrategia política acabaría naufragando en ese crucial ámbito interno a lo largo del año 1938, incapaz de frenar la continua presión del avance franquista, el persistente abandono de las democracias occidentales y el consecuente deterioro de la posición militar y moral del bando republicano.

De este modo, tanto Negrín como los comunistas (identificados con su política de resistencia como única salida al margen de la entrega incondicional a un enemigo inclemente) fueron concitando la hostilidad de los sectores seducidos por la ilusión de lograr la paz mediante una negociación de las condiciones de rendición con Franco. Acusado así de promover el ascenso del PCE y de sabotear las posibilidades de mediación, Negrín sufrió en los últimos meses de la guerra la crítica acerba de una parte de las fuerzas republicanas. Y fueron esas fuerzas las que alentaron el golpe militar que derrocó a su Gobierno en marzo de 1939 y abrió la senda a la capitulación incondicional ante Franco.

La amarga tragedia de la derrota y el exilio no aminoró en absoluto la intensidad de las divisiones políticas entre los republicanos. Antes al contrario. Convertido entonces Negrín en el chivo expiatorio de todos los fracasos, ninguna organización política o sindical trató de mantener con posterioridad el recuerdo de su figura y línea política. Por eso mismo, el PSOE optó por el silencio sobre un correligionario incómodo (aun cuando no dejara de homenajear a otros dirigentes del periodo como Prieto, Besteiro y Largo Caballero). Ni siquiera sus coyunturales aliados comunistas se mantuvieron fieles al legado de Negrín. Sobre todo porque su conducta en el exilio demostró una indudable independencia: apoyó el esfuerzo bélico franco-británico durante la vigencia del pacto de no-agresión germano-soviético (1939-1941); defendió la incorporación de España al Plan Marshall de reconstrucción europea en 1948 contra la opinión de la URSS; y dispuso la entrega a las autoridades franquistas, tras su muerte, de la documentación probatoria de que el oro remitido a Moscú había sido gastado íntegramente en aras del esfuerzo de guerra republicano.

De esta azarosa manera, la frialdad comunista hacia Negrín fue sumándose a la enconada hostilidad franquista y a la patente animadversión republicana. Y así fue tejiéndose la espesa malla de silencio, olvido e incomprensión que todavía hoy en gran medida rodea la figura humana y política del doctor Negrín. Había sido, en esencia, un gran científico devenido en político por sus propias convicciones y por la fuerza de la coyuntura histórica de su atribulado país.

Por Enrique Moradiellos es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Extremadura.

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